Internacional, 12 Oct. (LÍDER / infobae.com).- En
las carabelas, traía intérpretes de árabe, arameo y tártaro, pero de nada le
sirvieron, porque había llegado a un nuevo mundo. En su diario, anotó las
palabras que aprendía.
“Canoa es una barca en que
navegan, y son de ellas grandes y de ellas pequeñas”. Esa fue la primera
palabra autóctona que el Almirante inscribió en su cuaderno de viaje el día 26
de octubre de 1492. Estaba describiendo las embarcaciones que usaban los
nativos y, como no se parecían a ninguna de las que conocían en Europa, usó el
vocablo local. “Son navetas de un madero adonde no llevan velas. Ëstas son las
canoas”.
En otra ocasión repitió: “Muy
grandes almadías, que los indios llaman canoas”. Almadía es un arabismo para
balsa o barca.
Éste y otros detalles sobre el aspecto
lingüístico del choque cultural que representó la llegada de Cristóbal Colón y
sus hombres a América pueden leerse en el ensayo La andadura del español por el
mundo (2010, Santillana), del filólogo cubano español Humberto López
Morales, una apasionante historia de cómo este idioma se expandió en todo un
continente y más allá, sin perder por ello la unidad lexical, gramatical y
sintáctica.
“De nada le sirven a Cristóbal
Colón los intérpretes que le acompañan, expertos en latín, griego, árabe,
arameo y hasta tártaro", escribe López Morales en su libro. Una total
incomprensión fue el resultado de estos primeros intentos (de hablar con los
aborígenes). Todavía no sabían –Colón nunca llegó a saber-
que no habían llegado a Cipango (Japón) ni al Catai-Mangui (China), pero sí que
no le había sido posible entregar las cartas que llevaba para el Gran Khan, en
‘la afortunada tierra de Marco Polo’”.
La primera etnia con la cual tomó
contacto Colón fueron los taínos, que poblaban las Antillas, Puerto Rico, Cuba
y Jamaica, y vivían en la Edad de Piedra. Empujados por los caribes –una tribu
agresiva y caníbal- estaban migrando hacia el oeste.
En sus intentos por comunicarse,
los españoles empiezan a descubrir vocablos nuevos. En algunos casos, la
novedad del objeto que quieren nombrar los lleva a adoptar la denominación
indígena. Por ejemplo, la palabra canoa empieza a aparecer con mayor
frecuencia, desplazando a almadía, que no le servía para describir acabadamente
el tipo de embarcación local. Dice López Morales: “Este proceso de penetración
de un indigenismo, tras quedar vencedor sobre la palabra castellana, o usada en Castilla, se
repite en varias ocasiones”.
“El ají es su pimienta”
Por lo general, como se dijo,
sucede cuando la cosa a nombrar –utensilio, planta, fruto, animal- no existe en
Europa y no tiene por lo tanto nombre español. De este modo, otros vocablos que
quedarán incorporadas al idioma conquistador son por ejemplo, hamaca, cacique,
ají y tiburón. Todos ellos aparecen en el “diccionario” colombino.
En el caso de la hamaca, Colón
empieza describiendo el objeto: “camas (que) son como redes de algodón”. Y más adelante,
el 3 de noviembre, escribe: “redes en que dormían, que son hamacas”. Del ají,
el Almirante dice que “es su pimienta”.
Otros términos indígenas
presentes en el Diario de Colón no subsistirán. Es el caso por ejemplo de ajes
(un tubérculo parecido a la batata), cazabe (pan), nitaine (un miembro de clase
noble), tuob y nocay (términos usados para el oro), etcétera. Tendrán mejor
suerte bohío y caribe.
El 16 de diciembre, por ejemplo,
el Almirante escribe sobre estos “niames, a que ellos llaman ajes”, pero la
palabra no persistirá.
Otra palabra tempranamente
registrada en documentos oficiales (1500….) es jagüey como “pozo o depósito
subterráneo de agua”. Pero este indigenismo pronto será abandonado por aljibe,
pozo o cisterna.
En cambio el antillanismo huracán,
que recién se registra en la 2ª mitad del siglo persistirá. En 1582, la Memoria
de Melgarejo, dice: “suele haber tormentas [que] llaman huracanes”.
Otra palabra que logrará
imponerse es cayo, “islote, isla rasa, frecuentemente anegadiza”.
El mayor caudal de palabras
indígenas vendrá de la flora: guayaba, ceiba, guayacán, caoba, maní, mangle,
papaya, aguacate, atole, cacao, camote, chocolate, mole, tamal, tomate,
etcétera. Y de la fauna: guacamayo, manatí, iguana, caimán, jején, etc. Finalmente,
objetos como piragua (palabra de origen caribe), maraca (sonajero) o barbacoa
(fuego).
Estos términos aborígenes
empezarán incluso a aparecer –normalmente, no como exotismos- en textos de
Cervantes (cacao, caimán, huracán, caribe), Lope de Vega
(macana, chicha, tambo) y también Tirso de
Molina, Calderón, Quevedo.
Mestizaje y castellanización
Con la llegada de
Colón al continente, se inició un largo proceso de mestizaje. Cabe recordar
las dimensiones de esta empresa colonizadora: “Los soldados españoles",
dice López Morales, "pisaron múltiples tierras: desde el sur de la Florida
hasta lo que mucho después se llamaría Canadá, desde tierras floridanas hacia
el oeste, hasta llegar a Texas. Hacia el otro extremo (…): de California a
Alaska, más largos recorridos para ir desde la costa del Golfo de México a
Iowa, de las Dakotas a Nebraska”.
“Tan temprano como en 1503, una
Instrucción Real ordenaba que se agrupara a los indios en pueblos ‘para ser
adoctrinados como personas libres que son, y no como siervos’”, señala también
el autor. Para castellanizar a los indígenas, la Corona se apoyó en las órdenes
religiosas, sin embargo frecuentemente fueron éstas las que contribuyeron a
resguardar las lenguas nativas.
El caso guaraní es quizás el más
claro. Se dará una tensión: “Toda la segunda parte del siglo es testigo de esta
dicotomía: la Iglesia, preocupada por la evangelización, inclinándose a favor
de las lenguas indígenas mayores; el poder civil, con preocupaciones más
terrenales, pero comprometido con la catequesis, votaba por el español”.
La misión evangélica defendía,
por lo tanto, la conservación de las grandes lenguas indígenas. “Los dominios
españoles en América constituyen el único ejemplo que se conoce en el que
lenguas dominadas, el nahua (náhuatl) y sobre todo el quechua, hayan salido fortalecidas
en su extensión geográfica al finalizar el período de dominación”.
Ahora bien, en términos
generales, cumplido el proceso de expansión del idioma, fueron muy pocos los
términos nativos que quedaron incorporados en el léxico español.
A los ya mencionados, podemos
sumar, para Sudamérica, voces tomadas del quechua y del aymara (como poro,
cóndor, vicuña o yapa); del guaraní (como yaguareté, urutaú, matete), y del
mapuche (choique, laucha, pilcha, cultrum).
La castellanización de los
indígenas fue sobre todo consecuencia del mestizaje. La descendencia de español
e india (la mujer europea prácticamente no participó de la conquista) ya
hablaba español, explica el filólogo.
Pero otro motivo por el cual el
español se impuso a los idiomas locales fue que, al momento de la llegada de
Colón, pocas lenguas aborígenes eran mayoritarias. Sí lo eran, por ejemplo, el
náhuatl (México), el quechua y el aimara (Perú y Bolivia), el chibcha
(Colombia, Panamá), el guaraní (Paraguay) y el mapuche (Chile).
“Es evidente", concluye
Humberto López Morales, "que, además del cúmulo de razones
político-administrativas que así lo aconsejaban, la atomización lingüística del
territorio americano parecía favorecer la implantación del español”.
En efecto, del encuentro entre
expedicionarios que se expandieron de Norte a Sur y de Este a Oeste, y que
usaban todos el mismo idioma, y nativos que hablaban un sinnúmero de lenguas
diversas, surgió como resultado la hegemonía de la lengua que representó un
vehículo de comunicación único para todo el extenso dominio.
De la resistencia a la
declinación
De todas las lenguas que se
hablaban en Hispanoamérica al momento de la Conquista, persisten hoy 271, no
todas con el mismo vigor ni la misma extensión.
Humberto López apela a la
clasificación de Enrique Margery Peña, que definió cinco estadios: florecimiento,
resistencia, declinación, obsolescencia y extinción.
Las lenguas florecientes son las
que poseen más de un millón de hablantes, tienen escritura y medios de
difusión. Son sólo cuatro: zapoteco (México), aimara (Perú, Bolivia, norte de
Chile y Argentina), guaraní (Paraguay, parte de Bolivia y norte de Argentina) y
quechua (Ecuador, Perú, Bolivia y partes de Chile y Argentina).
Las lenguas resistentes -22 en
total- disponen de entre un millón y cien mil habitantes, no tienen sistema de
escritura y carecen de grandes posibilidades de difusión. Once de estas lenguas
son mexicanas (el náhuatl es una, además del mazateco y el mixteco, entre
otras), otras son el misquito
(Nicaragua, Honduras), el quiché (Guatemala) el guajiro (Colombia, Venezuela) y
el mapuche (Chile y Argentina).
Las declinantes son las que
tienen entre cien y diez mil habitantes -muy pocos de ellos monolingües- y
pocos medios de difusión. Son 54, distribuidas en partes más o menos iguales
entre México, América Central y del Sur. Las obsolescentes son las que tienen
menos de 10.000 hablantes en su mayoría bilingües. El 90% de estas lenguas
desaparecerá en un plazo más o menos breve. El cuadro que sigue fue tomado del
libro de López Morales.
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